La sal es un elemento conocido por todos nosotros, ya que es un condimento que no puede faltar en la cocina, pero ¿sabías que esos aparentes granos blancos tienen una historia que contar?.
En la antigüedad, este mineral extraído del mar cumplía la función de dar sabor y de preservar los alimentos. En algún momento se le conoció como el oro blanco, pues llegó a ser muy valioso. Por otra parte, se convirtió en el pago que recibían los soldados romanos por su trabajo, de ahí la palabra salario.
Hoy en día, aunque un poco más procesada, la sal llega a nuestras mesas con una mochila llena de historias, y de entre ellas, una ocurrida en la época en que Jesús pisaba tierras palestinas. Período en que no existían refrigeradores, por lo que era esencial contar con este preservante.
Los discípulos de Cristo sabían lo necesario que era este sólido cristalino, por ello el Maestro ocupa este elemento para decirles que así como la sal tiene una gran labor, ellos también la tienen.
En el libro de Mateo se halla el conocido “Sermón del monte”, un sermón dado por Jesús, cuya intención era preparar a sus discípulos para una correcta vida cristiana.
“Ustedes son la sal de la tierra, pero si la sal pierde su sabor, ¿cómo podría volver a ser salada? Ya no sirve para nada sino para ser tirada y pisada por la gente”. Mateo 5:13 PDT
Estas palabras del Señor son profundas cuando logramos ver el secreto que esconde la sal.
El cloruro de sodio, o conocido como la sal común, está compuesto por átomos de sodio y cloro, que al estar separados pueden llegar a ser nocivos, mientras que, al momento de juntarse y ser uno, forman algo totalmente distinto en cuanto a propiedades y apariencia. El grano se convierte en un elemento transparente y sólido, poseyendo beneficios útiles para la salud humana.
Así mismo sucede cuando nos arrepentimos de nuestros pecados y decidimos unirnos a Cristo, pasamos a ser nuevas criaturas.
Jesús les dice a sus seguidores: “ustedes son la sal de la tierra”. En otras palabras, el Señor les estaba enseñando a ser útiles en medio de una sociedad que necesita de Dios.
Así como la sal penetra los alimentos para darle durabilidad, el cristiano debiese ser un pequeño grano de sal, incrustándose entre los afligidos de corazón para inyectar en ellos la vida de Cristo, pues la aplicación del evangelio no solo se basa en cuanto hablo de él, sino en cuánto lo practico.
¿Qué hacemos cuando en el trabajo se habla mal de alguien?, ¿somos los que se suman al chisme o los que prefieren callar y hacerse a un lado?. Cuando en la familia no hay quien visite al más anciano, ¿somos los indiferentes o los que entienden que hay tarea que hacer?. Cuando vemos padecer a una persona, ¿somos los que esperamos que otro se haga cargo o los que extienden la mano para ayudar?
Cuando las palabras son carentes de acciones, son igual a la sal que no sala, no tiene ningún valor. Podríamos decir que Jesús no solo llama a sus discípulos a ser sal con las palabras, sino también con obras.
Ante esta realidad, y de una manera práctica, diría que todo aquel que se acerca al Señor de corazón, en disposición a ser sal, debiese esmerarse en realizar dos cosas: preservar y sazonar.
La sal cumple principalmente dos labores, preservar y sazonar. Pero, si observamos con atención, detrás de estas tareas se pueden hallar dos principios fundamentales a la hora de ser sal.
La preservación de la sal consiste en conservar los alimentos de la descomposición. El mineral actúa de tal forma que las bacterias no pueden ejercer de manera libre su procedimiento de corrupción, logrando así mantener por más tiempo el buen estado del comestible. Es decir, salvar algo que por naturaleza se corrompe.
A mí me suena a evangelio, solo la obra de Jesús en la cruz puede salvar al hombre de la corrupción del pecado. Ante esta situación, una de las grandes motivaciones de aquel que entiende que es sal, es la de predicar a Cristo.
Sazonar es la acción de dar sabor a lo insípido. Desde una mirada aplicativa, se podría decir que es traer vida y sentido a la existencia humana.
El pecado llegó al mundo para quitarle sabor y sentido a la vida misma. Vivimos en una sociedad donde el suicidio aumenta día tras día, el aborto se expresa con libertad cada vez más, las ideologías anexas a las Escrituras se hacen más populares, y lo que debiera ir evolucionando para bien, va en decadencia.
Todas estas cosas le roban el sabor y sentido a la existencia humana. Sin embargo, cada vez que damos de comer al hambriento, damos de beber al sediento y damos vestido al desnudo, estamos trayendo el sentido de lo que Jesús es, la sustancia que sacia toda necesidad.
En breves palabras, sazonar es revelar a Cristo por medio de nuestra vida y acciones.
Para ser sal, precisamos aprender de Jesús, un ser perfecto. Él nos enseñó a ser humildes y no arrogantes, a no guardar rencor sino a perdonar, a recorrer una milla extra y a dar la otra mejilla.
Con sus acciones nos ejemplificó un nuevo reino comandado por un Dios no lejano ni indiferente, sino cercano y que se compadece de su creación.
No olvidemos que salar es impartir vida, salar es impartir a Jesús.
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